Sesenta años: manifiesto de vida por Jorge Chávez.
- locurascuerdas1
- 27 ago
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Sesenta años: manifiesto de vida

Querido lector, quizá después de leer esta columna escrita en ocasión de mis sesenta años me juzgues un ciudadano herético; corres ese riesgo si decides acompañarme en estas líneas.
Nací un día como hoy, 26 de agosto de 1965.
En mi juventud fui oscilante e inquieto, un navegante en el mar de la confusión, espiritualmente voluptuoso. Nunca imaginé que, como miembro activo y vigente de la raza humana, el mudo fermento del tiempo irrumpiría en mi propia humanidad con la delicuescencia inexorable que a todos nos alcanza: el acto poético, aunque cruel, de envejecer.
La expresión “espiritualmente voluptuoso” me gusta porque concilia opuestos: la espiritualidad, que busca lo trascendente, y la voluptuosidad, que enciende los sentidos. Esa contradicción define mis búsquedas. Hay quienes, después de los 60, se tornan prematuramente avejentados, hablando de futuros grises y de proyectos extinguidos. Nada más lejano a mi esencia.
He aprendido que lo prohibido excita perversamente y que las ideas desordenadas son pensamientos incendiarios. Soy, en efecto, un apasionado de las palabras y de las letras —que al final vienen a ser lo mismo—. Sé que en esta edad palidecen los sueños fantásticos y que la realidad se presenta desnuda, pero también comprendo que es en la batalla donde se hacen ilustres los hombres.
Hoy tengo claro que la meta de mi escritura no es únicamente expresarme, sino provocar emoción en quien me lee, quizá incluso sembrar confusión y deseo. Prefiero la elegancia un poco démodée: aquella que evoca un tiempo antiguo, con aroma de vintage, que aún conserva encanto y dignidad.
He descubierto que la adversidad no es un obstáculo sino un ritmo secreto de la Naturaleza. Ella nos fuerza a descender para que podamos comprender la hondura de la vida. El genio creador necesita, a veces, ese descenso al silencio y al destierro para alzar desde ahí su misión más alta. No es casual que Moisés, Mahoma, Buda, Lutero, Dante, Milton, Beethoven o Nietzsche hayan encontrado en la enfermedad, el exilio o la prisión el crisol de sus revelaciones.
Incluso en la política, la interrupción de la carrera concede al hombre de Estado nueva lucidez: le arranca de la complacencia de sus cortesanos y le recuerda la dureza de la realidad. El éxito permanente debilita; en cambio, la derrota, el destierro o la pérdida del favor dan elasticidad creadora, enseñan perspectiva, obligan a recomenzar. Lo he visto, lo he vivido: el destierro nunca es mengua para el fuerte; es tónico de su fuerza.
Sesudo lector, la vida me ha dado maestros a través de los libros. Lloré con Tolstói en “Guerra y paz”; me redimí con Víctor Hugo en “Los miserables”; reconocí a mi familia en las páginas de Dostoievski y “Los hermanos Karamazov”; encontré el espejo social con Benito Pérez Galdós y “Fortunata y Jacinta”; aprendí el amor mundano con García Márquez en “El amor en los tiempos del cólera”; descubrí la disección política con Vargas Llosa y “La fiesta del Chivo”.
A Balzac le debo la entrada magistral a la complejidad de la naturaleza humana a través de su monumental obra “La comedia humana”, donde comprendí que cada gesto, cada ambición y cada fracaso forman parte de una misma orquesta existencial. Irene Vallejo me reveló, en “El infinito en un junco”, la fascinante carrera de la filología, que espero algún día poder estudiar.
De mi madre heredé una enseñanza que hoy resuena más fuerte que nunca: “En esta vida hay tantos libros por leer, y ya sé que no leeré todos los que me fascinan… pero lo intentaré”.
He aprendido a ser afectuosamente minimalista. Me basta el cariño y la atención de mis hijos, Isaac y Monserrat, aunque también valoro la cercanía entrañable de mis amistades. Amo estar solo, quizá porque en la soledad encuentro la fuente de mi creatividad.
Curiosamente disfruto la distancia con mi familia, sin dejar de desearles bienestar. Entiendo que la familia perfecta nunca existió: desde los primeros capítulos del Génesis, Caín y Abel nos lo recuerdan.
Y he llegado también a un aprendizaje filolacónico: hacer mía aquella sentencia de Baltasar Gracián —“lo bueno, si breve, dos veces bueno; y aun lo malo, si breve, no tan malo”. Esa síntesis, tan sobria como fulgurante, me recuerda que la vida, como la escritura, necesita concisión para ser más honda, intensidad para ser memorable y brevedad para no perder encanto. Mucho por aprender.
Hoy, a los 60 años, me asumo no como un hombre en declive, sino como alguien que sigue escribiendo su manifiesto de vida. He transitado la voluptuosidad espiritual, la crudeza de la realidad, el aprendizaje en la adversidad y la compañía fiel de los libros.
Y si algo me queda claro es que mi destino no es conformarme con hablar de un futuro gris, sino seguir escribiendo, seguir pensando, seguir provocando. Porque en la palabra, aún a los sesenta, late siempre el fuego joven de la vida.
Querido y dilecto lector, gracias a Dios porque sesenta años no son un declive, son un filo encendido: menos tiempo por delante, pero más intensidad para vivirlo.
El tiempo hablará.








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