Los que se besaron en el concierto de Coldplay. Por Jorge Chávez Mijares.
- locurascuerdas1
- 20 jul
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Los que se besaron en el concierto de Coldplay.
Por Jorge Chávez Mijares

El perverso Nietzsche dijo en algún momento que la monogamia es antinatura; hay excepciones, me consta, pero también hay evidencias tangibles que lo afirman. Hay personas que no pueden lidiar con una sola pareja, mi madre les llamaba promiscuos. Helen Fisher (antropóloga biológica) ha propuesto que los humanos están biológicamente diseñados para formar vínculos de pareja de corto o mediano plazo, con una tendencia natural a la infidelidad y la renovación de la pareja cada cierto tiempo, lo cual, según ella, habría tenido ventajas evolutivas.
Hoy quiero enfocarme en la pareja que protagonizó el escándalo en el concierto de Coldplay y que fueron identificados como Andy Byron, CEO de la empresa de tecnología Astronomer, y Kristin Cabot, nada más, ni nada menos, su jefa de recursos humanos, no serán los primeros ni los últimos en este caso. Aparecieron en la “kiss cam” durante el concierto en el Gillette Stadium, Massachusetts, lo que desató especulaciones inmediatas de un posible romance extramarital. Todos los morbosos del planeta estamos muy agradecidos por este chisme de carácter mundial que nos hizo olvidar la insuficiencia venosa de Donald Trump.
Apreciado lector, en ese tenor debo decirte que no hay pasaportes para los amores indocumentados, decía Catón. Y esa noche, bajo la lluvia de luces doradas y riffs melódicos de Coldplay, dos fugitivos del “deber ser” se dieron permiso —aunque fuera por tres minutos— de ser verdad.
Alimentemos nuestro morbo suponiendo lo que pudo haber sucedido antes del trágico hallazgo, Kristin habría escrito primero:
—¿Y si nos escapamos al concierto? No como tú y yo. Como nadie. Como si no pasara nada.
Andy tardó en responder. No porque dudara, sino porque en la ecuación de lo ilícito las decisiones prohibidas siempre se toman en silencio. Finalmente, el mensaje llegó:
—Compro los boletos. Si alguien pregunta, fue cosa de la empresa. Networking musical.
Ya en la mañana siguiente, las malditas mentiras fueron repartidas con precisión quirúrgica.
Andy con su esposa:
—Amor, hay una cena con los socios de Astronomer. No puedo faltar. Es en Boston... Ya sabes, esas cosas aburridas. Te llamo cuando aterrice.
Kristin con su esposo:
—Amor, estaré en la convención de liderazgo emocional para mujeres. Hotel, conferencias, nada emocionante. Ni tiempo para fotos.
Y, sin embargo, unas horas después estaban allí, disueltos en el anonimato eléctrico de la multitud, como dos náufragos en un aeropuerto sin destino, donde todos miran pero nadie ve, o como sombras en el vientre del metro, ese río subterráneo de cuerpos donde uno se pierde sin desaparecer. Compartían la complicidad callada de dos vidas paralelas que, desafiando las leyes del tiempo y el deber, se atrevieron —por un instante irrepetible— a tocarse.
La banda, ajena a la euforia existencial de esta pareja, subió al escenario y “The Scientist” se deslizó como un susurro celestial. Ella lo miró con los ojos llenos de un llanto que no saldría esa noche, y él le tomó la mano como quien toma una bomba que no quiere soltar. Entonces vino la tragedia disfrazada de kiss cam.
La pantalla los captó justo en el segundo en que ella dudaba. Él sonrió. Ella, temblando, se acercó. Y el beso ocurrió como ocurre una tormenta: sin pedir permiso.
Pero, siempre hay un pero, fue al terminar el beso, cuando levantaron la vista hacia la pantalla gigante, que el mundo —su mundo— se resquebrajó como un espejo antiguo. Allí estaban. En alta definición. Ella con los labios aún entreabiertos. Él con la mirada vencida por el asombro. Fue un segundo eterno.
Sesudo lector, después de la “Kiss cam”, en su mente apareció la “slow cam”. En ese instante les pasaron por la mente los niños dormidos en otra casa, los aniversarios que se celebraban por rutina, los anillos que seguían en sus dedos, las cenas familiares con sillas vacías que ahora tendrían nombre. Sintieron en la nuca el aliento del juicio, y en el estómago, el vértigo de saberse documentados.
Por la mente de Andy, que alguna vez estudió Historia Romana, pasó la frase: “Alea jacta est”. Habían cruzado el Rubicón de la pasión, pero muy lejos estaba de sentirse Julio César.
Kristin, en cambio, se sintió Helena por un segundo: no por haber causado una guerra, sino por saber que su rostro —transmitido en pantallas gigantes— ya había incendiado una ciudad invisible: la de las apariencias. Y aunque no hubo barcos ni griegos sitiando su casa, el asedio vendría igual, disfrazado de mensajes, miradas y silencios.
Hoy saben que los besos de oficina sobreviven años en secreto, pero los besos en pantalla se imprimen en la eternidad. Quisieron esconderse detrás de sus propias sombras. Kristin soltó una risa nerviosa, como quien intenta reír en un funeral. Andy apretó los dientes, como si eso pudiera devolver el tiempo. El público aplaudía. Ellos se deshacían por dentro. Paradójicamente fue el beso más aplaudido del estadio y el inicio del fin.
Después, todo se volvió más agudo. Las canciones sonaban como si el universo conspirara a su favor: "Fix You", "Adventure of a Lifetime", "Yellow"...Cada verso parecía escrito para ellos, como si Chris Martin leyera su historia desde el alma.
Y, sin embargo, terminada la noche, vino el regreso a la realidad. Los teléfonos se llenaron de notificaciones, llamadas perdidas, silencios sospechosos. Alguien en la oficina había visto el video. La internet no perdona, y el amor tampoco. Al volver a sus mundos legítimos, los dos sabían que no eran inocentes ni del todo culpables. Fueron, apenas, dos pasajeros de una dimensión emocional que no cotiza en el sistema: un romance con visa vencida, un beso sin ciudadanía, una emoción que no cabía en sus matrimonios ni en sus agendas.
Fueron, como diría Catón, amores indocumentados. Y aunque hoy nieguen todo, aunque borren sus perfiles y nieguen la evidencia, aunque se arrepientan o se justifiquen, el corazón humano tiene su propia forma de guardar archivos, vaya que sí.
Y, diría Alberto Cortes, en algún rincón del alma de cada uno —muy lejos del algoritmo y de las juntas del lunes— seguirá sonando aquella noche, la voz de Chris Martin, y la certeza fugaz de que por un momento, se amaron como si fuera legal.
Hoy sus respectivas parejas saben que, no es que el amor sea ciego, sino que, a veces es mejor cerrar los ojos a la Kiss Cam.
Querido y dilecto lector, a todas esas otras parejas que hoy respiran aliviadas porque aún no han sido atrapadas por una “kiss cam”, un dron, una story mal sincronizada o un primo con vista de halcón… disfruten mientras puedan. Porque el amor prohibido no siempre se acaba, pero tarde o temprano, se imprime en alta definición.
El tiempo hablará.
El autor de la presente columna es divorciado. (Es aclaración, no es promoción).








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