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Locuras Cuerdas Una Tamaulipeca Universal No Nacimos En cualquier parte, nacimos en Tamaulipas. Por Jorge Chávez Mijares.

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Una Tamaulipeca Universal. No Nacimos En cualquier parte, nacimos en Tamaulipas.

Por Jorge Chávez Mijares

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Querido lector, hay días en que el viento de Tamaulipas se levanta distinto. Se vuelve más limpio, más claro, casi solemne, como si la Tierra misma se preparara para un acto de justicia largamente esperado. Ayer 1o de diciembre de 2025, en el Congreso del Estado, no solo se entregó una medalla: se consagró un origen.

Y yo, perdón por el protagonismo casual, que tuve el privilegio de comer con ella apenas el 9 de octubre en La Fogata de Reynosa —esa tarde tranquila donde Cecilia Lugo me habló, con sorprendente sencillez, de que estaba en la terna— fui testigo de cómo, menos de dos meses después, aquella posibilidad se convertía en destino. Porque a veces el destino se escribe así: entre un plato compartido, una copa de vino, la gratitud de la amistad y la fuerza inevitable de una mujer destinada a ser universal.

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Desde temprano, la diputada Eva Reyes pedía silencio. Un silencio forjado no por protocolo, sino por respeto. Y ese silencio se abrió como un telón. “Sean bienvenidos a la Casa de las y los Tamaulipecos”, dijo. Y ahí entraron: el gobernador Américo Villarreal Anaya, la magistrada presidenta Tania Gisela Contreras López, los diputados, diputadas, las voces civiles, militares, navales, y las miradas de todo un estado. Pero el aire cambió realmente cuando entró Cecilia Lugo, envuelta en la serenidad de quienes han dedicado su vida al arte… y a la dignidad.

La diputada Marina Edith Ramírez Andrade, con voz firme, devolvió a Tamaulipas el relato de una de sus hijas más complejas y luminosas: Una bailarina formada en el INBA, curtida en La Habana, disciplinada en Nueva York, diplomada por la vida y por la escena, creadora de universos coreográficos, maestra de generaciones, fundadora de compañías, nominada, premiada, celebrada.

Una mujer que no se conformó con bailar: su destino era trascender. Su vida —nos recordó— es la suma de 50 años de disciplina absoluta: rigor, estudio, creación, teoría, estética, docencia, diplomacia cultural, sueños cumplidos, otros pendientes, y una fe indestructible en la danza como identidad. La diputada cerró su participación con palabras que se quedaron flotando en el recinto como un huapango que se resiste a apagarse: “Felicidades maestra Cecilia Lugo. Su legado es y será siempre parte del patrimonio cultural de Tamaulipas y de México.” Y entonces ya no era solo un discurso. Era un manifiesto.

Apreciado lector, cuando mi amiga Cecilia Lugo, la galardonada habló, el recinto dejó de ser recinto. Se volvió puerto. Se volvió tierra mojada. Se volvió Pánuco, mar, mangos enchilados, sirenas, huapangos, tortas de la barda, barcos que gritan al atardecer, trenes que despiertan infancias. Porque ella no dio un discurso. Dio un acto poético. Recordó a su madre artesana, a su padre cantante de ópera, a la tía Luisa zapateando sobre la tierra, al tren que aventaba cañas a los niños, a los barcos que hablaban en peteneras, al mar que le enseñó la cadencia del movimiento.

Y cuando ya parecía que la emoción había dicho todo, remató —con la voz quebrada y el alma entera— esa frase que incendió el salón: “No, no nací en cualquier parte… nací en Tamaulipas.” El Congreso se vino abajo en aplausos. Era la Tierra misma aplaudiendo a una de sus hijas.

Por su parte y después de haber develado el nombre de la galardonada, el Dr. Américo Villarreal habló no como político, sino como heredero de una tradición. Recordó a Luis García de Arellano, el liberal inflexible, la soberanía, la memoria, el compromiso. Pero al hablar de Cecilia, su tono cambió. La celebró como un espejo del Tamaulipas que aspira a ser: culto, sensible, universal, orgulloso. Y entregó una frase que él mismo tomó prestada de Víctor Hugo y que ya nos había mencionado en su pasado informe de gobierno: “No hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo.”

Y luego añadió, mirando a Cecilia: “Y esta idea es Tamaulipas.” Cuando cerró diciendo: “No nacimos en cualquier parte, nacimos en Tamaulipas”, no solo citaba a la artista: proclamaba un destino colectivo.

Sí, Cecilia Lugo recibió la más alta distinción del estado. Pero mi columna no es sobre la galardonada. Es sobre la amiga. La mujer que me honra con su cercanía, que me ofrece conversación luminosa, que me recuerda que el arte no es ornamento, que la cultura no es lujo, y que el origen no es accidente: es raíz, es brújula, es destino.

Cecilia Lugo me contagia un orgullo profundo: el de ser tamaulipeco. El hecho de venir de una tierra que produce talento a la altura del mundo. El de saber que la universalidad empieza en el terruño.

Querido y dilecto lector, el nombre de Cecilia Lugo quedó inscrito en los muros del Congreso. Pero en realidad quedó inscrito en algo más grande: En la memoria del estado. En el relato cultural de México. En los estudiantes que hoy la ven como faro. En las niñas que descubrirán la danza porque una tamaulipeca les abrió camino. En los huapangos que ella transformó en movimiento. En las sirenas que aún la visitan en sueños.

Porque sí: No nació en cualquier parte. Nació en Tamaulipas. Y desde aquí salió al mundo para recordarnos que el arte—cuando es verdadero—no solo se baila: se hereda.


El tiempo hablará.

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