Crónica de un sueño danzado Por Jorge Chávez Mijares.
- locurascuerdas1
- 26 jul
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Crónica de un sueño danzado
Por Jorge Chávez Mijares

Todo comenzó para mí en un desayuno, entre sorbo y sorbo de café, cuando Martín Sifuentes —mi viejo amigo de tormentas y carcajadas— me soltó sin más:
—Te invito al Quinto Recital de Gala de “Alegro Ballet School”.
No me dio oportunidad de decir que no, y la verdad es que tampoco lo tenía permitido. Hay amistades que no se piden permiso; se celebran.
Así fue como llegué el viernes 18 de julio de 2025 al Teatro de la Reforma, ese recinto mítico de Matamoros donde las musas aún se esconden entre butacas antiguas y telones gastados. La noche palpitaba desde temprano. El teatro se fue llenando de madres con nervios de estreno, de padres con mirada cómplice, de abuelos que en el corazón cargaban flores invisibles. A las 7:16 PM, luego de la tercera llamada, subió al escenario el maestro de ceremonias: Martín, orondo y emocionado, como quien no presenta un evento, sino una parte de sí mismo. Habló con gratitud, con fe, con el tono de quien sabe que lo que está por comenzar es más que un espectáculo: es una victoria íntima.
Ahí, bajo esa luz, se celebraban cinco años de “Alegro Ballet School”, la academia que dirige su hija Brenda Sifuentes, con un nivel de entrega que roza lo sagrado. Porque aquí no solo se enseñan pasos, se siembra carácter. No solo se forman cuerpos, se forman almas.
Brenda ha convertido su academia de danza en una escuela que va más allá de la técnica: donde el jazz, el tab, el lírico y el ballet clásico conviven con la fe, la disciplina, la oración y la dulzura. En un mundo que a veces olvida el corazón, esta escuela lo ha puesto en el centro del escenario.
Y esa noche —como en los cuentos— el telón se abrió para dar paso a “Alicia en el país de las maravillas”, una puesta en escena donde la imaginación bailaba y los sueños flotaban con tutús y pies bailarines. Alicia, interpretada por Mia Isabella Martínez Barrios, una niña danzante y luminosa, cayó en su propio vértigo, no por gravedad, sino por curiosidad, como caen los que se atreven a mirar hacia adentro.
Apareció el Conejo Blanco, interpretado por Regina Barajas, puntual y apurado. Después, el Sombrerero Loco, interpretado por Sofía Ramírez, con su sombrero gigante flotando sobre la escena, como un planeta excéntrico. Y el Gato Rizón, interpretado por Dariana Caramillo. Las flores danzaban, las cartas bailaban en formación real, y la Reina de Corazones, interpretada por Elizabeth Juárez, exigía, con coreografía marcial, que le cortaran la cabeza a la pobre Alicia.
Sesudo lector, todo el escenario transmitía vida. Cada rincón vibraba con intención. La pantalla gigante, al fondo, no era un mero decorado: era una aliada narrativa. Proyectaba con deslumbrante luz el acento justo que cada momento de la obra merecía. A veces era un laberinto imposible, otras una lluvia de letras, un sombrero flotante o un jardín en flor. Era el espejo del alma del espectáculo.
Y mientras eso sucedía, un juego de luces acompañaba cada paso, cada emoción. Violetas, verdes, doradas: la iluminación no solo alumbraba, contaba. Era una bailarina más.
Y el vestuario… ¡ah, el vestuario! Una sinfonía visual de texturas y colores: desde los pétalos en las cabezas de las niñas-flores, hasta los trajes de las cartas reales, los destellos del Bollywood indio y los trajes clásicos de ballet. Cada personaje era un universo en sí mismo, bordado con amor y cuidado, sin perder jamás la fantasía.
Hubo un instante donde el escenario parecía suspender el tiempo: Alicia flotaba entre letras, rosas, criaturas y preguntas sin respuesta. El fondo era un sueño floral y barroco, y los cuerpos de las niñas —vestidas de lirios y margaritas danzantes— eran poesía en movimiento.
Luego vino el intermedio, y con él, un momento de altura: Regina Barajas, integrante del equipo Diamantes, subió sola al escenario. Y como sucede solo con las que están llamadas a tocar el cielo, lo llenó todo con su danza. Era luz, precisión, alma. Por unos minutos, fue imposible parpadear.
La segunda parte nos transportó a otro continente, otra cultura, otro idioma del cuerpo. “Las mil y una noches” no fue solo un homenaje a la India: fue una inmersión profunda, respetuosa y vibrante en el alma de Bollywood, ese universo donde la música y la danza lo dicen todo. Vestuarios deslumbrantes, mandalas palpitando al fondo, niñas convertidas en deidades sonrientes. El espíritu de Scheherezada se sentó en primera fila y aplaudió en silencio.
La guía cultural del coreógrafo Himanshu Chiripal, originario de India y radicado en Nueva York, aportó autenticidad, pero fue la entrega de las niñas, el cuidado de las coreografías, y el espíritu comunitario lo que convirtió a esa sección en algo superior al espectáculo: fue un acto de amor.
El cierre fue apoteósico. Esa última palabra me gusta mucho. El escenario se llenó de todos los personajes: Alicia al frente, los sombrereros, las flores, los conejos, las cartas, los músicos ocultos en la imaginación. Había neblina en el suelo, pero era la misma niebla que cubre los sueños cuando uno aún cree que todo es posible.
A mi alrededor, los aplausos eran un océano. Algunos padres gritaban el nombre de sus hijas. Otros filmaban con devoción. Pero yo, en silencio, tuve la osadía de pensar que: “Esto no fue una gala de danza. Fue un conjuro aquí en mi tierra, Matamoros.”
Un conjuro que celebró la infancia, la disciplina, la fe, la belleza, y sobre todo: el acto invisible de creer en el arte como un camino hacia la luz.
Querido y dilecto lector, justo cuando parecía que todo había terminado, el teatro estalló en chispas verticales y luces como estrellas fugaces que descendían desde el cielo del escenario. En medio de ese resplandor, Brenda Sifuentes apareció al frente, con su vestido azul que parecía tejido con hilos de noche y destellos de galaxia, rodeada por todo el elenco: desde las más pequeñas hasta las ya iniciadas en el arte de la gracia.
Levantó los brazos como quien ofrece al universo una promesa cumplida. Y por un instante, el tiempo se detuvo. No era ya solo la directora de una academia: era la maga que había convertido el sueño de muchas niñas en un ballet tangible, en una constelación de pasos, esfuerzo, disciplina y amor. Ahí estaba, coronada no con laureles, sino con aplausos y gratitud. Y el telón, tímido, se resistía a caer.
Como si también él supiera que esa noche había sido testigo de un milagro danzante que solo por existir hace de Matamoros una mejor ciudad.
Gracias, Brenda Sifuentes, por parir belleza. Gracias, Martín, por invitarme. Gracias, Alegro Ballet School, por recordarnos —en esta época de algoritmos y ansiedades— que un paso de baile puede ser más eterno que una moneda, más revolucionario que un grito, más puro que cualquier aplauso.
Y al salir del teatro, casi alucinaba, por un segundo creí ver a un conejo blanco cruzar la calle con prisas. Pero esta vez no lo seguí. Esta vez me bastó con haberlo visto.
El tiempo hablará.








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