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Crónica de un hombre que madruga con Pedro Infante y sazona el alma de Matamoros.

  • locurascuerdas1
  • 29 jul
  • 4 Min. de lectura

Crónica de un hombre que madruga con Pedro Infante y sazona el alma de Matamoros.

Por Jorge Chávez Mijares.

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Fue una mañana cualquiera —de esas donde uno busca más que alimento— cuando, andando por la Avenida Lauro Villar, en la colonia Vivienda Popular, me detuve con mi amigo-hermano Abel Saldaña en una taquería y escuché la música de Pedro Infante. Salía nostálgica de una pequeña bocina y, junto a ella, unas fotos del ídolo adornaban con ternura una camioneta equipada como puesto de tacos. Había algo en ese rincón que no era solo sabor: era historia. Y fue así como conocí al protagonista de esta crónica: Don Manuel Ramírez Coronado, creador de los tacos al vapor que honran el nombre de su ídolo: “Tacos al vapor de Pedro Infante”.

Don Manuel no es simplemente un taquero. Es un alquimista de la memoria y del sabor. Nació el 18 de mayo de 1953, aunque su acta lo sitúe en 1955, por una campaña de registros civiles tardíos. Fue traído al mundo en la colonia Modelo, por una partera llamada Mela Müller, amiga de mi madre y a quien él, con cariño, acabó llamando “abuela”.

Hijo de Manuel Ramírez Martínez y María Concepción Coronado Domínguez, su infancia fue nómada, agrícola y marcada por el trabajo precoz. Pizcaba algodón, hacía ladrillos, vendía paletas y churros, fue bolero, pepenador en el mercado y cargador de canastas. Todo lo que ganaba iba directo a su hogar. En sus palabras: “A mí Dios siempre me da la mano”.

La primera vez que vendió tacos tenía 14 años y fue en Celaya, Guanajuato. Lo hacía en canasta y salía a la calle desde temprano. Sin saberlo, su destino ya estaba escrito entre tortillas y vapor. En 1978, en Matamoros, nació formalmente el negocio familiar. Su padre, al comprar un triciclo que había pertenecido a un vendedor de tacos llamado Don Tomás, le propuso: “¿Qué tal si vendemos tacos?”. Así empezó la leyenda de los “Tacos Pedro Infante”.

Cinco meses después dejaron el ambulantaje y se establecieron junto a la gasolinera “La Faja de Oro”. Desde entonces, cada mañana se alza el aroma del guiso en la misma esquina donde cantan los gallos, los motores encienden y Pedro Infante sigue, desde una vieja bocina, cantándole a la vida.

Sesudo lector, actualmente, Don Manuel sigue madrugando como los sabios antiguos. Su día comienza a las 3:00 AM. Lo sé porque una mañana, mientras todo Matamoros dormía bajo el embrujo de los sueños, lo acompañé a su cocina. Lo rodeaban su esposa, su hijo, su nieto y sus yernos, cada uno como engranaje de una liturgia secreta, ejecutando con precisión milenaria la preparación del manjar. Vi cómo molía y colaba el chile cascabel con la devoción de un alquimista; cómo alineaba los cazos como si fueran instrumentos sagrados; cómo aguardaba, en absoluta calma, la llegada de las tortillas alrededor de las 4:30, como quien espera un milagro que ocurre puntualmente cada madrugada. La cocina estaba iluminada apenas por una lámpara, y el silencio tenía el ritmo de su cuchara moviendo frijoles y chicharrón, un silencio tan denso que parecía tejido por los hilos del vapor. En ese momento, sentí que el tiempo no avanzaba: se cocía.

Vestido con camisa de cuadros y su gorra roja, Don Manuel y la familia que lo acompañaba parecían más guardias del tiempo que taqueros. El vapor que emergía de las ollas tenía algo de sacramental, y el silencio de la madrugada —roto solo por el crujido del aceite— se volvía un rezo.

Hay hombres que no necesitan monumentos porque su vida misma es una ceremonia. Don Manuel es uno de ellos. Honesto como el alba, generoso como el maíz que se parte para todos, trabajador incansable como las olas del Golfo que no dejan de besar la orilla. Tiene un corazón noble, tejido con hilos de ternura y sabiduría campesina. Ama a su familia con una devoción tan antigua como los cantares de Pedro Infante. Vive por y para ellos, y cada taco que sirve al amanecer es una ofrenda invisible, no solo al hambre del cuerpo, sino al amor que lo habita. En su mundo, lo primero es su gente; y a ellos dedica cada madrugada, cada guiso, cada peso, cada respiro.

Y no es cosa menor: lleva 47 años haciéndolo sin falta, como si cada día repitiera un ritual de fuego, masa y gratitud. Su constancia es una brújula moral en una ciudad que muchas veces olvida a sus héroes callados. Pero él sigue ahí, como un faro tibio que no necesita mar para alumbrar.

Casado con María de Jesús Sánchez Martínez, ha formado junto a ella una familia de tres hijos: Cecilia Margarita, Miguel Ángel y Miriam Aranely, quienes han heredado el oficio y la filosofía del trabajo bien hecho.

Durante la pandemia, incluso cuando las ventas bajaron, nunca se rindió. A veces sólo trabajaba tres días por semana. Supo esperar. Supo resistir. Como los árboles que ya conocen las tormentas.

En su vida ha trabajado en los ranchos de Gilberto Sáenz, Federico García Moreno, Sergio Martínez Calderoni y su hermano Rolando. Jornadas de 24 horas por 70 pesos, cuando 30 bastaban para comprar cuentos de Kalimán, Memín Pinguín o Lágrimas y Risas. Revistas que aún hojea con cariño.

Don Manuel no se queja. Tiene la sabiduría de quien ha visto pasar los años sin perder la sonrisa ni el compás. Dice que su mayor herencia fue una frase de su padre: “Me superaste en todo”.

Querido y dilecto lector, hoy, los tacos al vapor de “Pedro Infante” son un patrimonio invisible de Matamoros. Se sirven calientitos, al amanecer, envueltos en vapor y gratitud. Y mientras la ciudad se despereza, en aquella esquina ya humean los cazos. Pedro sigue cantando. Don Manuel, también.

Y uno, al probarlos, entiende que esos tacos no alimentan sólo el cuerpo, sino también la historia.

El tiempo hablará.

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